jueves, 5 de noviembre de 2009

EL DÍA MÁS TRISTE.


EL DÍA MÁS TRISTE.
Sin lugar a dudas fue el día en que dejé de ser inocente, el día en que dejé de creer en los cuentos, el día en que dejé de sentirme el centro del universo.
Recuerdo que en la escuela solíamos dibujar, hablo de la primera etapa escolar, con 4 y 5 años. A mí me encantaba el color, dibujaba los aviones rosa, las calles verdes, los árboles azules y a las personas violeta. Mezclaba pájaros con vacas y así nacían las vacas voladoras y los pavos que mugían… hasta una vez pinté un hada sirena que volaba y nadaba, era amiga de Peter Pan y además la novia del príncipe, se salía la chica esta… mi profesora me decía que el mundo no era así, y que además no podía ser así. Yo me negaba a creer eso, si queríamos un mundo de colores vibrantes solo teníamos que pintarlo, que poner un poco de nuestro lado.
Bien, una mañana de invierno, como en los cuentos, la ciudad en la que vivía amaneció nevada, completamente nevada, blanca como un gigantesco vaso de leche. Pensé entonces, cielos, por fin puedo pintar el mundo con los colores que yo quisiese, con los tonos que más me gustasen. Corrí a por los botes de pintura que había en el garaje de papá, vivíamos en una casa de dos plantas rodeada de plantas que mi madre acumulaba en un pequeño jardín. Bajé las escaleras de mi habitación al salón, del salón al hall y del hall al garaje. Agarré los botes de pintura de todos los colores, verdes, azul, rojo… me encantaba el rojo… y salí al jardín repleto de nieve, me sentí como un dibujo atrapado en un gigantesco folio de papel blanco, iba poco abrigada así que sentí el abrazo gélido de la mañana, pero muy valiente y decidida, me lancé a colorear aquel mundo blanco.
La pintura no se sujetaba en la nieve, al revés se hundía, el bote de pintura roja hacía pequeños agujeritos en la nieve como si de gotas de sangre caliente se tratase, yo intentaba aplanar la nieve para poder dibujar sobre ella, pero al aplastarla se ensuciaba y se volvía gris, no era capaz de dibujar sobre la nieve y el sol que comenzaba a sonreír con descaro, hacía que la nieve se retirase en forma de miles de lágrimas, de agua vamos… Tenía las manos llenas de pintura roja, la nieve desaparecía dando paso al jardín aburrido, mi madre gritaba desde su habitación buscándome, y yo comprobaba que no podía cambiar el mundo sola.
En un árbol, un pájaro congelado, emitía su último trino y caía sobre el jardín níveo, mi padre gritaba ahora más fuerte que mi madre. Corrí a coger el pájaro en mis manos, era un gorrión parduzco, mi madre salió al jardín y me miró nerviosa sin parar de hablar, yo no la oía, miraba a ese pobre pájaro congelado. Mi padre desde la ventana del salón me gritaba del mismo modo que lo haría un entrenador de fútbol que ve como pierde su equipo. Quería que tirase el pájaro… estaba muerto, es solo un gorrión no ves su color, no es un pájaro hermoso, no tiene colores… Mi madre me arrebató aquel pobre animal de mis manos y lo tiró a la basura, además cogió mis pinturas y las tiró igualmente a la basura. Yo me he imaginado muchas veces que las pinturas caían sobre aquel pajarito y lo convertían en un tucán o un periquito, y que alguna ancianita lo cuidaba.
Me dio rabia que mi profesora tuviese razón, me dio rabia que no pudiese pintar las cosas como yo quería, me dio rabia que mi primer encuentro con la muerte fuese algo tan frío. Corrí a mi cuarto y comencé a llorar con todas mis fuerzas, como si una estampida de búfalos recorriese mi habitación. Mi madre nerviosa espiaba tras la puerta, lo notaba porque las puertas pesan más cuando hay algún secreto tras ellas.
No paré de llorar en todo el día, a pesar de que el sol decidió borrar con su goma el blanco de la nieve.

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